Memorias de África (Sydney Pollack,1985)

África posee una generosidad desigual. Mientras que a la melancólica Meryl Streep le regalaba una granja al pie de las colinas de Ngong, a mí, minutos después de conocer mi destino, me dejaba con una beca incierta y una madre llorando. Me mandaban no a África, sino a ÁFRICA, con mayúsculas, al África negra que los marineros del siglo XVI vislumbraban desde la costa y en la seguridad de sus barcos. En los puntos convenidos, las tribus dejaban marfil, tal vez oro, esperando un trueque satisfactorio para ambas partes. Nunca se veían. Jamás dejaron de ser puntos que se movían en la costa o lejanas embarcaciones en el mar.
Angola, repetía mi madre. Yo asentía. Angola, volvía a repetir. Yo volvía asentir. En aquellos instantes, aún incapaz de entender todo lo que implicaba mi recién determinado futuro, aquel país me sonaba irreal. Era el reino de Kutai de Marco Polo o los territorios cristianos del Preste Juan, era una palabra llena de brumas y carente de significado. Mi madre lloraba y en contra de lo que yo creía, no presa del miedo a lo desconocido, sino abatida por el conocimiento inexacto. El hecho de nacer en una ciudad como Badajoz, en la frontera con Portugal, y pasar muchos veranos en Lisboa, hacía que hablar de Angola o Mozambique reviviese en ella las imágenes de los mutilados de la guerra colonial, de brazos de breve recorrido y piernas carentes de final lógico. Todo ha cambiado, manifesté en defensa de un cliente al que no conocía ni apreciaba, la situación ha mejorado desde la época de Salazar, ya no hay guerra civil. Respiré profundo y casi sonreí recordando la letra de una canción de Serrat “juega las cartas que te dio el momento/mañana es solo un adverbio de tiempo”. Ese pensamiento no tenía nada que ver con la situación pero sabía que si recapacitaba sobre ella, acabaría codo con codo con mi madre en combate de plañideras.
De todos los personajes de “Memorias de África” mi preferido es el marido de ella. El granuja orgulloso de sus conquistas y enfermedades venéreas. Robert Reford es ensalzado mediante un final de sombras de biplano sobrevolando acacias y cebras para compensar una personalidad excesivamente llana. Ver en avión África. Creo que su muerte es en parte necesaria para exculpar ese pecado. Es el desconocimiento de las normas de la tierra lo que hace enfurecer a los dioses. Yo no quiero levantar la ira divina y mucho menos la humana. No me enamoraré de Meryl Streep ni pilotaré un biplano. Desconozco lo que será Angola en mi vida. No caeré en el error de darle de salida unos valores o una magnitud que ignoro que posea. En cierto modo me gusta no saber a donde voy. Modificando la cita bíblica: “Que tu pie derecho no sepa donde va el izquierdo”.
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